Como todos los jueves, David Hume empuja la puerta de la Lucky Middlemass Tavern en Edimburgo. Estamos en Escocia, siglo XVIII, una centuria que los propios escoceses llamarán “el glorioso siglo filosófico de las borracheras”. En el “poker club”, el grupete filosófico está Adam Smith, Joseph Black, Alexander Carlyle y James Hutton. La madera oscura y el aire tibio le golpean el rostro. Maggie, la camarera, ni siquiera pregunta: inclina el barril y deja una copa de vino clarete sobre la barra. Hume alza las cejas y se hace el sorprendido. —¿Cómo adivinaste? —Costumbre, señor —responde ella, sonriendo con los ojos—. Jueves es usted, sus amigos, el jerez y el clarete. El “Clarete de Escocia” (Scottish Claret) era importado desde Francia y era una bebida muy popular antes de que el whisky se convirtiera en la bebida nacional.
A Hume la visión de la copa le traía recuerdos de París y sus tertulias de salón, incomparables pero parecidas a este bullicioso antro: el flaco D’Alembert, el buen Diderot, el loco Rousseau, tan amigo hasta que se chifló y lo tildó de traidor. A él, al que todo París llamaba “Le bon Hume”, el bueno de Hume, a pesar de que su ateísmo y su escepticismo no caían bien.
Al mal tiempo: “Más cohetes que el año pasado”Así pensaba, absorto y divertido, recorriendo con el dedo el borde del vaso como si estuviera contorneando vidrio blando. Su índice patinaba en el abismo entre la nada y el espejo rojizo cuando sentenció en voz alta que la mente es un animal de hábitos: cuando se dan las cosas en una secuencia mil veces, acabamos creyendo que el hilo es la cosa misma. —Jueves-cerveza-Hume. Amanecer-luz-calor —culminó ante los parroquianos que no querían perderse ni una palabra del sabio.
Maggie, traviesa, le saca el vaso y se lo cambia por una taza de leche caliente, para diversión general. —¡Ahí tiene, maestro! Jueves-leche-Maggie.
Hume le festeja la ocurrencia con un nod, pequeña reverencia, y observa el nuevo paisaje: la taza opaca, el líquido humeante, como la niebla de los lagos escoceses. Huele el vapor dulce y comienza a relatar la anécdota de cuando se cayó en la orilla del Nor’ Loch y quedó atascado con el barro hasta las rodillas. —Se imaginan que nunca fui una grácil garza, así que estaba en un verdadero apuro —hizo una pausa para que se descargaran las risas; era un gran orador—. Entonces veo a una mujer fortachona que acude en mi ayuda, una campesina. Disculpen la petulancia, pero me reconoce y me grita: —¡Usted es Hume! —¡Sí, señora, el mismo! Le suplico asistencia. —¡El ateo Hume! No lo voy a ayudar hasta que lo escuche rezar. —¿Y qué hizo usted? —preguntaron todos.
Hume juntó las manos en farsa de rezo y miró al techo: “Our Father, who art in heaven, hallowed be thy name.” El pub estalló en carcajadas. Pronto se incorporó, le devolvió la taza y levantó el clarete. —Gracias, querida. Hoy brindaré por la costumbre, como es costumbre. —¡Salud!
Al mal tiempo: ¡Qué changuitos!En la actualidad, una de las grandes atracciones de Edimburgo es la estatua de David Hume, que exhibe una toga romana y un pie descalzo. El dedo gordo brilla como nuevo: es que la gente hace cola para frotarlo y el hábito lo ha dejado pulido como el zapato más lustrado del mundo. Pero no sólo tiene feligreses: se le ha cuestionado una nota al pie que no brilla en absoluto. Está en un ensayo sobre “carácter de las naciones” y allí duda de la capacidad de progreso de las razas no blancas (“negros” es la palabra exacta, pero horrible). Hace unos años pareció esto un buen motivo para sacar su nombre a la torre principal de la Universidad de Edimburgo, lo cual a su vez generó grandes polémicas.
Como los grandes, da pie para todo.